martes, 18 de julio de 2017

Día 11: Viena nos recibe con una gran sorpresa

Antes de empezar con esta entrada quiero advertir que todo lo que escribo lo hago desde un punto de vista y desde la experiencia personal, y puede que coincida, o no, con la de mis compañeros de viaje. Aunque viajemos en grupo, los lugares que visitamos marcan a cada uno de manera distinta. Una vez dicho esto, Viena ha sido la hostia.

Venía algo cabizbajo de Praga, la ciudad no había cumplido las expectativas que traía desde casa y estaba algo cansado, se habían dado una serie de factores que no me ayudaron a disfrutar de la capital de Bohemia como me hubiese gustado. Sobre Viena no tenía muchas indicaciones, estaba abierto a lo que la ciudad quisiera ofrecer. Podía salir bien o mal.

Las buenas noticias no tardaron en llegar. Después de 4 horas en tren (que ya son como un par de paradas de metro para nosotros), llegamos a la estación central de Viena. El buen estado del hostal fue un soplo de aire fresco para los 5. No voy a decir que los anteriores fuesen antros, pero sí que había alguno que hubiese tenido problemas con los inspectores de sanidad. En las fotos de internet todos los hostales tienen buena pinta, de no ser así no hubiesemos reservado, pero Amsterdam y Berlin ya nos habían demostrado que hasta que no llegas a tu habitación, no sabes lo que te espera. El hostal de Viena era casi como un hotel, los empleados eran amables, teníamos una habitación espaciosa y limpia y muchas cosas más como cocina, billar y sala de juegos (cosas que obviamente no vamos a utilizar por falta de tiempo pero que se agradecen). Total, que no llevabamos ni una hora en Austria y ya parecía que el viento soplaba a favor.

Por segunda vez en el viaje, nos iba a tocar dormir en una habitación de 6 camas, lo que suponía que íbamos a tener un compañero en la habitación. Después de la experiencia en Berlín con el travesti cuarentón, nos esperabamos cualquier cosa. No os lo voy a negar, teníamos esperanzas de que no hubiese ningún viajero solitario y pudiesemos disfrutar de la habitación para nosotros, pero no fue así.

Cuando llegamos a la habitación una cama ya estaba ocupada. Aproveché un momento durante la tarde en el que estos 4 estaban comiendo para tener una primera toma de contacto con el compañero de habitación. Estando los dos solos se sentiría más cómodo que con los 5 en la habitación. James me contó que es americano, que trabajaba de camarero en San Francisco hasta que decidió dejar el curro para gastar todo lo ahorrado viajando durante 6 meses por el mundo. Durante ese tiempo se plantearía si seguir viviendo en los Estados Unidos o irse a México, donde vive parte de su familia. Hubo tiempo para que me contara que viajar sólo no es todo lo duro que parece, y también para que me confesara que sí que hay momentos en los que echa en falta tener compañía. La verdad que para ser una primera conversación dio para mucho. Me alegró tener en la habitación a un tío con tantas aventuras en la mochila.

Una vez terminada la comida me fui al centro mientras estos 4 echaban la siesta. Tenía ganas de ver la ciudad, no quería perder tiempo en la cama. Además, con el paso de los días cada vez necesito más tener ratos para mí mismo. Los 5 que estamos en este viaje tenemos mucho en común y no tenemos mayores dificultades para tomar las decisiones, pero son muchas horas juntos y a veces se hace agotador. Así que me fui de avanzadilla a ver Viena, sin ningún mapa, ni indicación, ni conocimiento de la ciudad. No tardé mucho en darme cuenta que esta ciudad me iba a gustar más que Praga. Al de una hora llegaron los demás, y comenzamos a patear Austria sin rumbo pero con ganas.

Y al atardecer, de pronto dimos con un edificio bastante grande y llamativamente bonito. Ese bicho tenía que ser algo importante. ¡Coño, la Ópera! Sin darnos cuenta habíamos llegado hasta la Ópera, el emblema de Viena. Nos acercamos a ver cómo era desde cerca. Pensamos en que al día siguiente debíamos volver a hacer un tour guiado, para ver el edificio por dentro. ¡Hostia, que la puerta está abierta, tira, tira!. Y vaya que si tiramos.

Entramos al hall, un espacio abierto en el que coincidían vendedores de entradas, acomodadores vestidos de época y espectadores, algunos con traje y otros algo menos preparados, y luego nosotros: un grupo de cinco chavales, uno en chanclas, otro con gorra, yo cámara en mano y mochila, os podeís imaginar la escena. Parecía que el desenlace de esa situación estaba escrito, pero sorprendentemente nadie vino a pedirnos entrada ni a acompañarnos a la salida. Así que decidimos subir unas escaleras que había en el lateral. Y subimos. Y subimos. Hasta que llegamos al reservado más caro de toda la Ópera. Primer piso, a escasos metros del director de orquesta. Nos asomamos y vemos que el escenario está montado, parece que van a tocar. Entonces un chino con pinta de manejar billetes aparece en el pequeño palco donde nos habíamos colado. En su palco. Seguimos subiendo escaleras y nos quedamos en el cuarto piso, bastante más lejos del escenario que desde el palco del chino. Buscamos varios asientos libres y nos sentamos. Alguno de nosotros sale del edificio por miedo a que nos hagan pagar la entrada. Los 3 restantes nos quedamos. De ahí no nos mueve nadie. Director, música.

Una hora de música clásica después, salimos de uno de los entornos musicales más reconocidos del mundo, la Ópera de Viena. Sí, esa misma en la que nos hemos colado. La verdad que no está mal para ser la primera ópera que he visto en mi vida. Y es que el Interrail es así, a veces te quita y a veces te da. En definitiva, noche mágica por Viena, de esas que no se olvidan. Ese tal Mozart debía ser un genio.

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